MÁS ALLÁ DEL ICONO*

 

 

Antonio CARO ALMELA

Universidad Complutense de Madrid

 

 

1. INTRODUCCIÓN

 

El presente texto se propone esbozar las consecuencias que se derivan de poner en relación los dos siguientes asertos: 1) en qué medida el estatuto en cierto modo subordinado y constreñido al orden simbólico que ha caracterizado el tratamiento de la imagen dentro de la tradición occidental proviene directamente de su naturaleza analógica, tal como resulta del concepto mismo de icono; y 2) hasta qué punto ese estatuto tradicional de la imagen, que la condena a una existencia incierta y marcada por la primacía de lo simbólico, puede variar sustancialmente como resultado de la emergencia, junto a aquella imagen analógica tradicional caracterizada por su semejanza (icónica) con el objeto figurado y reducida por consiguiente a una función representativa, de una nueva imagen digital de naturaleza lógico-matemática que no remite en cuanto tal a ninguna realidad antecedente, sino que se trata de un mero constructo que no trasciende en cuanto tal su mera presencia.

La hipótesis que aquí se sostiene es que tales hechos apuntan hacia la emergencia de una lógica y un lenguaje post-simbólicos; que, beneficiándose de esta liberación de la imagen de su constricción representativa, potenciarían un ejercicio cognitivo no mediado por el simbolismo como único parámetro, y la naturaleza, necesariamente discreta y acumulativa, de las lenguas naturales.

 

2. EL ESTATUTO DEGRADADO DE LA IMAGEN ANALÓGICA

Desde sus mismos inicios y a todo lo largo de su desarrollo, la civilización occidental y el modo de conocimiento asociado a la misma han estado marcados por una definitoria subordinación de la imagen analógica (icono[1]) al orden simbólico que encuentra su máxima expresión en las lenguas naturales, concebidas en cuanto tales como la herramienta cognitiva por antonomasia. Ya que es la única que permite al individuo humano el acceso a una concepción de la realidad circundante (y consiguiente apropiación de la misma) capaz de trazar una distancia entre ambos que sustente la autonomía de aquél (y la institución del individuo humano como sujeto).

Dicho estatuto subordinado de la imagen (analógica) se aprecia, entre otros, en los siguientes hechos:

a)                             En el carácter pre-lógico y el estatuto por lo general degradado atribuido, dentro de la tradición occidental, a la imagen mental[2]; la cual tiende a ser entendida, en cuanto resultado inmediato de las operaciones que confluyen en la percepción sensorial, como mero prerrequisito para la constitución de los consiguientes conceptos[3]; conceptos éstos que, puesto que son el instrumento imprescindible para aquella concepción de la realidad y la consiguiente apropiación de lo que a partir de entonces pasa a ser considerado como ‘mundo’, son planteados como el objeto mismo del conocimiento específicamente humano. Mientras que, puesto que tales conceptos han de expresarse en los respectivos términos lingüísticos, las lenguas naturales pasan a ser el instrumento indiscutible de ese modo humano de conocer. 

b)                            En el carácter exotérico generalmente otorgado a las representaciones icónicas institucionales tal como éstas han funcionado en las diferentes civilizaciones históricas, en cuanto instrumento para expandir en términos figurativos o, más propiamente, reproductivos lo que se había fijado a nivel simbólico en forma de doctrina, a cuyo conocimiento (y consiguiente lectura) sólo tenía acceso una casta esotérica. Separación ésta instrumental y funcional, cuya constancia cabe advertir en todo tipo de formaciones históricas y que reserva la custodia e interpretación de aquel acopio simbólico a una minoría instituyente (en el sentido de Castoriadis, 1975), mientras que reduce los artefactos icónicos a dicha labor reproductiva, por lo demás fuertemente reglamentada en virtud de las normas de todo tipo que vigilan desde cerca esa producción icónica institucional. Ejerciendo de este modo una férrea represión simbólica de la imagen por los peligros que ésta en sí misma comporta, ya que puede desbordar por definición aquella función meramente reproductiva. 

c)                             En el fracaso de los diferentes intentos ejercidos desde la semiología estructuralista de leer la imagen, en función del supuesto que constituye su punto de partida, consistente en aplicar a la naturaleza continua y holista de aquélla un modelo de análisis trazado según el carácter discreto y secuencial que es propio del lenguaje y que oculta el propósito más o menos soterrado de negar desde la lingüística la especificidad de la imagen. Fracaso éste que ya estaba de alguna manera presente en el que se considera primero de tales intentos[4]: la lectura de la imagen (fotográfica) que realizó Roland Barthes en dos famosos textos publicados en 1961 y 1964, y en los que señalaba los dos tipos de mensajes (el connotado y el denotado) que atraviesan, en su opinión, la imagen fotográfica: mensaje el primero por el que la imagen transporta el significado que pretende comunicar; y el segundo, un extraño e inextricable “mensaje sin código” (y, por consiguiente, irreductible a unidades significantes), proveniente de la propia naturaleza analógica de la imagen, que escaparía en cuanto tal del ámbito semiótico en dirección, tal vez, del imaginario originario psicoanalítico de Lacan (donde la imagen abandona su carácter de artefacto icónico para ingresar en la categoría antropológica y ahistórica de imago) o de su entendimiento degradado bajo la forma de “ilusión referencial”: tal como la concibió Greimas desde una perspectiva intertextual, en cuanto “el resultado de un conjunto de procedimientos puestos en juego para producir el efecto de sentido ‘realidad’”, añadiendo la precisión de que dicha ilusión referencial “sólo se encuentra en ciertos ‘géneros’ de textos, y su dosificación es también dispareja y relativa”; de donde se desprende, concluye Greimas, que la iconicidad, en cuanto procedimiento textual de carácter ocasional que, por lo demás, sobrepasa lo visual, “no es constitutiva de la semiótica” (Greimas y Courtès, 1982 [1979]: 212)[5].  Dualidad ésta de la imagen, según la lectura de Barthes, de la que proviene la ambigüedad de la misma que está en la base de su naturaleza polisémica, y que sólo puede ser resuelta recurriendo a la proverbialidad significante del mensaje lingüístico; el cual, concluye Barthes, ha de acompañar por definición a toda imagen.  Mientras que el replanteamiento después de Barthes de estas “lecturas de la imagen” en el marco de una “semiótica textual” de procedencia básicamente greimasiana –que incluiría en un conjunto superior tanto las palabras como las imágenes, además de otro tipo de órdenes expresivos- supone un “más allá de la analogía” (Metz, 1970) que mantiene aquel propósito de introducir lo discreto-lingüístico en el marco de lo continuo-icónico. Lo que implica desconocer la especificidad de la imagen analógica, parangonándola a un sistema de “códigos”[6] (Eco, 1968) que parte de la base de que todo modelo analógico es reducible a códigos digitales (Eco, 1975 [1968]: 248) y partiendo de la presunción de que “la analogía misma [...] es algo codificado” (Metz, 1972 [1970]: 21)[7]. Ignorando de este modo el surplus de significación que hay por definición en la imagen debido a su naturaleza continua y a los rastros icónicos que existen en todo lenguaje por razón de su involucración con la visión primordial espantada del mundo que la precede, tanto en términos filogenéticos como ontogenéticos (cf. Caro, 2000).

d)                             En la concepción radicalmente arbitraria del signo lingüístico tal como éste fue concebido por Saussure (enfatizando con ello el carácter inmotivado y convencional del significante en su relación con un significado, así como su entendimiento de la langue como sistema) y que ha sido criticada, entre otros, por Benveniste y Jakobson (véase De Mauro, en Saussure, 1983 [1916/1972]: 456-458). Arbitrariedad ésta que, si por una parte se propone enfatizar la funcionalidad que implica la adquisición del lenguaje como rasgo específicamente humano frente aquella visión primordial espantada del mundo, por la otra niega las evidentes huellas icónicas que, en el ejercicio de aquella adquisición, subsisten en el lenguaje. Perspectiva esta última que, frente al reduccionismo positivista propio de Saussure, ha sido recientemente recuperada con decisión por la lingüística cognitiva, la cual sitúa la iconicidad en el centro de sus estudios[8] desde el momento que “el lenguaje manifiesta diferentes grados de iconicidad” (Cuenca y Hilferty, 1999: 181). Y ello en función del componente experiencial (Lakoff y Johnson, 1980) que, por definición, comporta el lenguaje[9] y que ésta inextricablemente unido a su naturaleza primordialmente simbólica: lo que supone, entre otras cosas, una involucración inextricable entre significación y figurativización, así como una concepción necesariamente situada o contextualizada del significado[10], además del reconocimiento del carácter difuso del lenguaje que se decanta en su tratamiento no discreto (Cuenca y Hilferty, 1999: 188) y, por ende, en términos  isomorfos con el continuum icónico.

e)                             En la consideración degenerada del signo icónico tal como lo entiende Peirce. Signo éste que, puesto que considerado en sí mismo es mera cualidad (cualisigno), sólo remite a su objeto en términos de la similitud (o semejanza) que pueda existir entre ambos, sin afirmar su existencia o inexistencia o postular nada sobre él. Signo, por consiguiente, que, como perteneciente a la Primeridad o forma primordial de ser, es simple posibilidad o indeterminación y que, en su indefinición característica, implica “una mera potencialidad abstracta” (Collected Papers 1.422, en Peirce, 1987: 204). Necesitando, en consecuencia, la concurrencia de un sinsigno (que añade, en cuanto signo relacional, a la cualidad del icono la afirmación bruta de la existencia factual del objeto al que aquél remite) y de un tercero o legisigno (en cuanto presencia de la ley y que, entendido como símbolo en función de la relación convencional que establece con su objeto, se trata de un “signo que debe su virtud significante a la característica que sólo puede realizarse con ayuda de su interpretante” [CP 1.473, en Peirce, 1988: 404]) para que tenga lugar la semiosis o relación semiótica genuina[11]. Semiosis ésta en virtud de la cual la visión primordial del mundo (Primeridad) como mera posibilidad icónica (borrosa en sí misma y en contacto inmediato con el caos originario[12]) es sustituida por la posesión racional del mundo (Terceridad) en función de la distancia definitoria que el símbolo implica con su objeto (mediando entre ambas la Segundidad como constancia bruta de lo existente). Y si bien la concepción de un signo que es mera posibilidad que está implícita en la concepción peirciana del icono resulta enormemente fructífera en función de su creatividad potencial[13] (y ha demostrado su utilidad, por ejemplo, en lo concerniente a concebir el tipo de semiosis que practica la vigente publicidad a la hora de atribuir significación a una determinada marca, caracterizada por la libertad y la indefinición que son propios del icono peirciano: cf. Caro, 1993), además de haber introducido en el campo de la investigación semiótica una semiosis icónica que había quedado prácticamente fuera del ámbito de la semiología estructuralista en función del carácter radicalmente arbitrario atribuido por Saussure al signo (lingüístico), no obstante la perspectiva decididamente representacional de Peirce[14], que reduce la función de todo signo a representar a su objeto, ha limitado grandemente el alcance de esta semiótica icónica, afectada de entrada por su entendimiento degenerado dentro de la concepción pansemiótica peirciana.

 

¿Qué tienen, en definitiva, en común estas diferentes manifestaciones? Un entendimiento de la relación del signo icónico con el objeto presentado-representado en términos de semejanza. Semejanza ésta que –antes de que sea re-presentada- comporta en alguna medida la presencia en bruto, innominada, de dicho objeto (rememorando con ello la experiencia primordial, cuya huella seguramente aún se mantiene en su información genética, mediante la que el individuo humano tuvo que enfrentarse, en el curso de su proceso de su autoinstitución como sujeto vía la adquisición del lenguaje, a la presencia espectral, fantasmal, amenazante de un mundo aún carente de nombre y frente al que no podía distanciarse incluyéndolo en el correspondiente armazón conceptual). Y es precisamente por el peligro que acecha  tras cualquier representación analógica, como rememoración de aquella experiencia probablemente primordial en el proceso de hominización, la razón por la que el hombre trata desde tiempos inmemoriales de recubrir los artefactos icónicos (especialmente los visuales) con una representación simbólica que sobredetermine lo que hay en ellos de presencia icónica; de modo que la semejanza fantasmal del signo analógico con lo presentado-representado –y que Barthes (1980) expresó de forma magistral en lo referente a la fotografía- sea cortocircuitado y subsumido bajo el ejercicio de distanciamiento (y consiguiente conceptualización) que le proporciona el símbolo que acompaña de modo recurrente a aquel icono. De donde se deriva, tanto el cuestionamiento de la imagen mental por una buena parte de la psicología contemporánea, como el lugar subalterno que corresponde a la imagen (y no sólo la visual) en el marco de la investigación ya sea semiológica o semiótica; pasando por la utilización instrumental de las representaciones-presentaciones analógicas que han ejercido todos los poderes instituyentes que se han sucedido a lo largo de la historia (mediante un ejercicio sutilmente equilibrado que pone la evidencia y consiguiente fuerza de la presencia icónica al servicio de la representación simbólica rigurosamente reglamentada, y que no deja el menor resquicio a cualquier presencia innombrable[15] dentro del correspondiente icono), como –por referirnos a otra manifestación del mismo tema- la primordialidad que adquiere dentro del psicoanálisis lacaniano la adquisición simbólica, en cuanto protección de una psique siempre acechada por la regresión psicótica a una pretendida plenitud analógica de naturaleza narcisista, que no es, en opinión de Lacan, sino la puerta a la locura.

Y es este temor ancestral a lo analógico, que constituye el modo como el individuo humano (y las sociedades como un todo) perseveran en la apropiación del mundo que constituye el resultado de todo orden simbólico, lo que hace que la producción icónica no sólo haya estado rigurosamente reglamentada en las sociedades caracterizadas por un imaginario fuertemente clausurado y subsumida en todos los casos por la representación simbólica, sino que se ha decantado en ocasiones en las numerosas prohibiciones que históricamente han afectado (y siguen en alguna medida afectando) a aquella producción icónica; tal como se pone de relieve en los frecuentes debates que se han sucedido en la historia entre iconoclastas e iconófilos (o iconodulos). Debates éstos en los que se discernía, como señala Azara (1992), entre la capacidad de la manipulación analógica para hacer presente lo invisible (poniendo a favor de la representación simbólica la evidencia e inefabilidad de lo icónico[16]) o precaviéndose frente al peligro de hacer sensible lo irrepresentable (reduciéndolo a su mera apariencia icónica[17]).

Ahora bien, ¿qué sucede cuando la imagen deja de ser imagen de algo, en la medida que pierde o pone en segundo plano su dimensión analógica que la subordina al orden simbólico?

 

3. DE LA SEMEJANZA A LA SIMILITUD

Tal vez el primer autor que atisbó las consecuencias que se derivan de una “imagen” privada de su entidad analógica y por ello situada por definición más allá del icono, fue Michel Foucault. Cuando, basándose en las varias pinturas de René Magritte tituladas “Esto no es una pipa”, categorizó la existencia, junto a la imagen que refiere a su objeto en términos de semejanza, de un nuevo tipo de referencia en términos de similitud, que planea interminablemente sobre su objeto sin tratar de asimilarse o reducirse en ningún momento a él.

Leamos al propio Foucault:

Me parece que Magritte ha disociado la similitud de la semejanza y ha puesto en acción a aquélla contra ésta. La semejanza tiene un ‘patrón’ [...]. Parecerse, asemejarse, supone una referencia primera que prescribe y clasifica. Lo similar se desarrolla en series que no poseen ni comienzo ni fin [...]. La semejanza sirve a la representación, que reina sobre ella; la similitud sirve a la repetición que corre a través de ella. La semejanza se ordena en modelo al que está encargada de acompañar y dar a conocer; la similitud hace circular el simulacro como relación indefinida y reversible de lo similar con lo similar (Foucault, 1981 [1973]: 64).

 

Esto es: un nuevo tipo de “imagen” carente de dimensión representativa y por ello liberada de la constricción simbólica. Y la ironía de Magritte (y la perspicacia interpretativa de Foucault) ha estribado en escenificar esta independización de lo “icónico” frente a lo simbólico mediante el título adherido al cuadro que niega (a nivel de representación) lo que éste obviamente presenta: “Esto no es una pipa”.

Pero sigamos leyendo a Foucault:

Mientras que la exactitud [semejanza] de la imagen funcionaba como un índice indicando un modelo, un “patrón” soberano, único y exterior, la serie de las similitudes [...] abole esa monarquía a la vez ideal y real. [...] La semejanza implica una aserción única [...]. La similitud multiplica las afirmaciones diferentes, que danzan juntas, apoyándose y cayendo unas sobre otras. [...] En lo sucesivo, la similitud [...] [i]naugura un juego de transferencias que corren, proliferan, se propagan, se responden en el plano del cuadro, sin afirmar ni representar nada” (Foucault, 1981 [1973]: 66, 68 y 73).

 

Dicho de otro modo: un tipo de imagen carente de cualquier función representativa y que, sometida al albur de su propia construcción ausente de referencias, sólo se representa a sí misma. Y es el propio Foucault quien extrae las consecuencias que de ello se derivan en lo concerniente a la relación entre signos verbales (símbolos) e icónicos, frente a lo que sucedía tradicionalmente en términos generales y con relación específicamente al arte clásico:

Separación entre signos lingüísticos y elementos plásticos; equivalencia de la semejanza y la afirmación. Estos dos principios constituían la tensión de la pintura clásica, pues el segundo reintroducía el discurso (sólo hay afirmación allí donde se habla) en una pintura, de la que estaba cuidadosamente excluido el elemento lingüístico. De ahí el hecho de que la pintura clásica hablase –y hablase mucho- aunque estuviese constituida fuera del lenguaje. [...] [Por el contrario, Magritte] esquiva el fondo del discurso afirmativo en el que descansaba tranquilamente la semejanza; y pone en juego meras similitudes y enunciados verbales no afirmativos en la inestabilidad de un volumen sin puntos de referencia y de un espacio sin plano” (Foucault, ibid.: 79-80).

 

Y concluye Foucault con esta afirmación en cierto modo profética: “Llegará un día en que la propia imagen [...] será desidentificada por la similitud indefinidamente transferida a lo largo de una serie” ((ibid.: 80).

En definitiva: lo que Foucault descubre a través de Magritte es una imagen carente de eficacia representativa y que se ha liberado de la constricción que el orden simbólico (el cual se explicitaba en la inscripción lingüística que generalmente la acompañaba) ejercía sobre la misma. Imagen plenamente construida y que se sitúa, en cuanto tal, más allá del icono.

Ahora bien, es evidente que esta eventualidad de una imagen construida que anticipó la ironía surrealista de Magritte, sin otra referencia que ella misma y sometida a la eclosión azarosa de sus formas, colores, relieves y perfiles, encontraría su plena consagración en la imagen digital.

 

4. DE LO ANALÓGICO A LO DIGITAL

La imagen numérica o digital significa la emergencia histórica de un nuevo tipo de artefacto figurativo y plástico que, elaborable mediante instrumentos mecánicos, no actúa ningún tipo de reproducción (analógica) respecto a algún género de realidad antecedente, sino que construye sus características traduciendo en términos formales el modelo lógico-matemático que la origina.

Como señala Philippe Quéau (1993), lo que caracteriza a la imagen digital es la recurrencia que en ella tiene lugar entre la idea fundacional que hay en su base, el modelo lógico-matemático en que esa idea se formula y la imagen en que ese modelo se manifiesta.

En términos muy similares se expresan prácticamente todos los autores que han reflexionado en torno a la novedad histórica que implica la imagen digital[18]. Las consecuencias que se derivan de la misma (y que en la actualidad sólo muestran sus primeros balbuceos) radican en esta independización de los productos figurativos o formales de cualquier funcionalidad representativa. Y en la medida que tales productos ya no remiten en términos analógicos a una realidad antecedente, cuyo vestigio espectral es preciso recubrir de los correspondientes signos simbólicos, tal como sucedía con la imagen analógica tradicional, se trata de una imagen enteramente construida, libre de dimensión simbólica y sometida al albur de su propio devaneo aleatorio. (Lo cual está sin duda relacionado con el sinsentido de que da crecientes muestras el arte actual.) Imagen, por consiguiente, siempre provisional y que ya no responde en puridad al término de imagen.

Ahora bien, ¿qué repercusiones tiene en los terrenos epistemológico y gnoseológico esta emergencia de una imagen a-simbólica, que sólo se representa a sí misma y que, por lo demás, ha perdido la trascendencia que correspondía tradicionalmente al icono, en cuanto se asemejaba en términos más o menos amenazantes a la realidad representada, de donde provenía precisamente su eficacia simbólica?

Es lo que vamos a dilucidar brevemente en la última sección del presente texto.

 

5. CONCLUSIÓN: HACIA UN CONOCIMIENTO POST-SIMBÓLICO

Como he indicado al principio, la hipótesis que aquí se sostiene es que la emergencia de una imagen no sometida a cualquier constreñimiento simbólico, dejada al albur de su propia figuratividad y sin referencia a ningún tipo de realidad antecedente que ella habría de limitarse a mostrar y, por ello mismo, a evidenciar, abre el camino a un nuevo género de instrumentos cognitivos (y, tal vez, un nuevo modo de pensar) de naturaleza post-simbólica que, beneficiándose de aquella figuratividad sin medida, fecundaría un acceso a la percepción-concepción por parte del individuo humano que conectaría en términos continuos y holísticos con lo percibido-concebido, y no según el modo discreto, abstracto, lineal y acumulativo propio de los símbolos lingüísticos.

Un conocimiento de este tipo permitiría conectar de modo sintético o intuitivo con una realidad que se construye en la medida que se percibe-conceptualiza (desde el momento que la imagen digital, en cuanto eventual instrumento de conocimiento, ya no remite a ninguna realidad antecedente); proporcionando así soporte instrumental a la orientación constructivista que se perfila con creciente claridad en la epistemología contemporánea (véase Caro, 2002-03). Y aunque la eventual emergencia de ese nuevo tipo de conocimiento no simbólico (o no marcado en lo fundamental por el simbolismo arbitrario y sustitutivo característico de la lengua) constituye hoy por hoy un futurible, existen en la actualidad diferentes síntomas que apuntan en esa dirección. Síntomas de los cuales me voy a limitar a exponer aquí algunos de los más notorios:

o       Las propias elucubraciones en dicha dirección de algunos de los gurús de la imagen digital. Así, el propio creador del término realidad virtual, Jaron Lanier, se ha referido a que ésta podría estar en la base de una nueva comunicación post-simbólica, entendida como "un metalenguaje ampliado informáticamente que nos permitirá el intercambio de simulaciones -imágenes, sonidos y modelos dinámicos- del mismo modo en que actualmente intercambiamos palabras escritas y habladas" (cit. Mera, 1993: 84). Metalenguaje que, en realidad, ya está hoy en gran medida al alcance de cualquier jovencito adicto a las videoconsolas o de numerosos navegantes por el ciberespacio.

o       Las investigaciones más rigurosas en esa misma dirección de autores como Pierre Lévy y su concepto de ideografía dinámica (Lévy, 1991), entendida como una especie de lenguaje icónico que se beneficia de los avances en idéntico sentido de la lingüística cognitiva (vid. supra nota 8); nuevo lenguaje que, basado en gran medida en las virtualidades de la informática, se diferencia de las representaciones proposicionales por su carácter analógico y continuo, proporcionando una representación dinámica de los modelos cognitivos.

o       Los antecedentes que, en esa misma dirección, suponen los grafos existenciales teorizados por Charles S. Peirce (entendidos como un tipo de grafo “que representa las relaciones lógicas icónicamente, constituyendo una ayuda al análisis lógico”: CP 4.420, cit. Magariños, 2001: 5). Así como el carácter predictivo  atribuido por Wittgenstein a la imagen: “[...] la imagen [...] actúa como una prueba. [...] La imagen me ayuda predecir [...]. No encuentro el resultado, sino que encuentro que lo alcanzo. [...] He aquí por qué el ver una imagen es más que una experiencia. [...] No juzgamos a las imágenes, sino por medio de ellas. [...] Se podría decir que es la representación (la imagen) la que nos enseña” (cursiva orig., cit. Herrero, 1988: 33-34). Como también pueden considerarse antecedentes de la referida orientación el pensamiento visual tal como lo concibió Rudolf Arnheim (vid. supra, nota 3), así como la capacidad cognitiva atribuida por Herbert Read a la imagen (ibid.).

o       Finalmente, en esa misma dirección apuntan las tendencias dirigidas a privilegiar el poder de la intuición que son actualmente visibles en los dominios de la fenomenología (véase, por ejemplo, Petitmengin-Peugeot, 1999) y las matemáticas. A lo que hay que añadir, por último, la nueva importancia otorgada a lo icónico, a lo continuo y a lo experiencial en el marco –como vimos- de la lingüística cognitiva.

 

¿Qué podemos extraer de tales tendencias y antecedentes? Que, efectivamente, un nuevo género de conocimiento integrador (que complementa la labor insustituible de la discreción conceptual simbólica con un conocimiento más intuitivo, más situado, más concernido, más figurativo) se está abriendo camino en el marco de nuestras herramientas cognitivas. Poniendo con ello seguramente coto a la índole abstracta y acumulativa que ha caracterizado durante siglos al conocimiento occidental.

 

ANTONIO CARO ALMELA

Madrid, 11 de febrero de 2003

 

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* Comunicación presentada al X Congreso de la Asociación Española de Semiótica “Arte y Nuevas Tecnologías”, La Rioja (España), octubre de 2002..

[1] Teniendo desde el primer momento en cuenta que, dentro de la tradición semiótica peirciana, la categoría de icono (lo que en la América de habla hispana se designa como ‘ícono’) desborda el ámbito visual y se refiere a todo signo que remite a su objeto en términos de semejanza.

[2] Cuya existencia se discute hoy dentro de la psicología cognitiva, entre quienes defienden la existencia de la imagen mental (preconizando así la existencia de una representación analógica del conocimiento frente a la proposicional: véase Kirby y Kosslyn, 1992, Shepard, 1990) y quienes niegan la existencia de la misma (Pylyshyn, 1988 [1984]: 287-324, Goodman, 1990). Para una introducción a estas dos posiciones enfrentadas, así como a las teorías de esquemas intermedias entre las dos, véase Bajo y Cañas (1991: 41-47).

[3] Esta precedencia de la imagen sobre la idea ha sido, por el contrario, interpretada en un sentido positivo por Herbert Read, partiendo de la constatación de que: “Antes de la palabra fue la imagen [...]”, de modo que “cualquier extensión de la conciencia de la realidad, cualquier extensión más allá del umbral del conocimiento presente, debe establecer primero su conjunto de imágenes sensibles” (Read, 1975 [1955]: 16 y 73). Por lo demás, esta primordialidad de la imagen en la formación de los conceptos constituye el punto de partida del pensamiento visual tal como lo entiende Rudolf Arnheim, para quien: “En la percepción de la forma reside el inicio de la formación de conceptos”. De lo que se deriva, añade, que “no existe diferencia en principio entre concepto y percepto”. Mientras que “el pensamiento, para poder pensar sobre algo, debe basarse sobre imágenes del mundo en que vivimos” (Arnheim, 1986 [1969]: 40,  42 y 167). Lo que lleva a Arnheim a postular la superioridad de este pensamiento visual sobre el lenguaje como instrumento cognoscitivo, desde el momento que: “El acto de pensar exige imágenes y las imágenes contienen pensamiento” (ibid.: 267). Finalmente, desde una perspectiva semiótica centrada en Peirce, Ángel Herrero ha señalado, citando a J. Ransdell, que “toda cognición es perceptual, ‘en el sentido de que envuelve siempre, lógica, no psicológicamente, una representación icónica del objeto cognitivo’” (Herrero, 1988: 87).

[4] Al margen de los estudios sobre la relación entre arte y semiología desarrollados, entre otros, por el co-fundador del Círculo de Praga, Jan Mukarovsky (1936, 1940).

[5] En el segundo tomo de Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, los colaboradores de Greimas, bajo las siglas de F. R. (Francois Rastier), rebautizaron el término ‘ilusión referencial’ como ‘impresión referencial’, precisando que ésta “es determinada por las propiedades semánticas del texto” (Greimas y Courtès, 1991 [1986]: 138). Mientras que otro colaborador de Greimas, Eric Landowski, conservó bajo las siglas E. L. el término original, entendiendo por ilusión referencial “las técnicas de referencialización o de objetivación destinadas a borrar, de la mejor manera, la distancia entre las ‘palabras’ y las ‘cosas’” (ibid.: 136); introduciendo así, de manera tal vez inadvertida, la presencia de lo lingüístico en lo icónico.

[6] Aunque se trate de “códigos débiles” o incluso simples “repertorios”, como por su parte señala Eco (1975 [1968]: 238 y 273).

[7] Esta determinación de lo icónico por lo lingüístico está presente, con mayor o menor intensidad, en todos los numerosísimos análisis de la imagen que se han sucedido en el ámbito de la semiología estructuralista. Así, por ejemplo, en la recopilación de textos de Louis Marin, significativamente subtitulada La lectura de la imagen, el autor se refiere a “la indisociabilidad de lo visible y lo nombrable como origen del sentido” en cuanto condición fundamental de toda semiología pictórica. Para proclamar a continuación: “No hay sentido más que nombrado y el mundo de los significados no es otro que el del lenguaje” (Marin, 1978 [1971]: 34). Por su parte, Lindekens (1976) funda su “lectura de la imagen” –partiendo de la idea de que “todo tipo de imagen es leída en una percepción inmediata de su especificidad icónica” (1976: 9, curs. orig.)- en la coexistencia en la misma de diferentes “códigos”, uno de los cuales es el analógico. Finalmente –y por limitarnos a estos pocos ejemplos-, Juan Carlos Sanz habla de la existencia en la base del “lenguaje de la imagen” de un “código icónico”,  entendido como “lenguaje visual contextualizado geográficamente” (Sanz, 1996: 38).

[8] Partiendo de la primordialidad icónica señalada en el punto anterior y que los lingüistas cognitivos hacen suya: “The Lakoff Johnson Langacker approach to language suggests that the brain’s ability to manufacture images is a more basic function than its ability to produce propositional thought. The prevalence of metaphorically-constructed models of reality suggests that human concepts start as hypotheses about the physical environment. These are at first tied directly to the senses. It is only after they have become routine through cultural diffusion that conceptual schemata become free of sensory control and take on an abstract quality” (Danesi, 1990: 7).

[9] En esa misma dirección, el neurocientífico Óscar Vilarroya se ha referido recientemente al carácter evocativo y vivencial del lenguaje (Vilarroya, 2002: 153-175).

[10] “El significado no se puede analizar completamente a partir de rasgos, puesto que el significado es inseparable del marco que le da sentido” (Cuenca y Hilferty, 1999: 185).

[11] En su carta a Lady Welby de 12.10.1904, Peirce expresa de manera nítida la distancia que existe entre semiosis genuina y semiosis degeneradas: “En su forma genuina, la Terceridad es la relación triádica existente entre un signo, su objeto y el pensamiento interpretante, que es en sí mismo un signo, considerada dicha relación triádica como el modo de ser de un signo.  [...] Desde luego, todo concepto es un signo. [...] Pero podemos tomar un signo en un sentido tan amplio que su interpretante no sea un pensamiento, sino una acción o una experiencia, o podemos incluso ampliar de tal modo el significado de un signo que su interpretante sea una mera cualidad del sentir” (en Peirce, 1987: 116). Situaciones estas últimas en las que nos encontramos en la presencia de dos casos de Terceridad o relación semiótica degenerada: la primera, cuando la relación del signo con su objeto tiene lugar a través de un índice y la segunda cuando esta relación se plantea en términos de mera similitud del signo (icono) con su objeto, sin afirmar nada sobre él: supuesto este último que representa para Peirce el grado máximo de degeneración de la relación semiótica.

[12] "Por consiguiente, el caos original, donde no había ninguna regularidad, era en realidad un estado de simple indeterminación, en el cual nada existía ni ocurría realmente" (CP 1.411, en Peirce, 1988: 200).

[13] Como se pone de relieve en la abducción peirciana, en cuanto categoría lógica correspondiente a la Primeridad (cf. Herrero, 1988) y entendida como “la única clase de argumento que da comienzo a una nueva idea" (CP 2.96, en Peirce, 1987: 237)..

[14]Para Peirce, representación, función semiótica y pensamiento se identifican” (Pérez Carreño, 1988: 46). Perspectiva ésta que, añado por mi parte, orienta la investigación semiótica hacia la interpretación y no hacia la producción.

[15] Lo que no impide que determinados artesanos, tal vez con la complicidad más o menos tácita de algunos miembros del poder instituyente, expresaran su discordancia con el orden simbólico establecido depositando su huella transgresiva icónica en artefactos analógicos fuertemente simbolizados, como sucede con frecuencia con los canecillos que adornan el exterior del ábside de numerosas iglesias románicas españolas.

[16] “[...] la imagen funda de nuevo al ser [...]. En la imagen contemplada por la mirada en un golpe de vista está la verdad del ser, inaccesible a la razón discursiva” (Azara, 1992: 180).

[17] Lo que implicaba, señala Azara, una creencia en la superioridad de las imágenes mentales sobre las reales o materiales (1992: 61-62).

[18] Así, para Alain Renaud, “la Imagen informática ya no es el término visivo de un corte o un encuadre óptico que manifiesta por proyección –en el orden de la Representación- una esencia objetiva atribuida anticipadamente al mundo y revelada por la Mirada de un Sujeto universal y soberano [...] sino un acontecimiento aleatorio, final de un proceso, que remite al juego de toda una serie de mediaciones específicas que lo traducen y conducen hasta el estadio de ‘imagen’ terminal” (Renaud, 1990 [1989]: 23). Para Román Gubern: "Al haber eliminado a la cámara y hasta al observador, la imagen de síntesis nace de un 'ojo sin cuerpo' y culmina así el trayecto histórico de la imagen a la busca de su autonomía absoluta, liberándola del peso y de las imposiciones de la realidad, en un proceso de desrealización que culminará la realidad virtual. La gran novedad cultural de la imagen digital radica en que no es una tecnología de la reproducción, sino de la producción, y mientras la imagen fotoquímica postulaba 'esto fue así', la imagen anóptica de la infografía afirma 'esto es así'. Su fractura histórica revolucionaria reside en que combina y hace compatibles la imaginación ilimitada del pintor, su libérrima invención subjetiva, con la perfección performativa y autentificadora propia de la máquina" (Gubern, 1995: 39).